En el tren, mientras me ponía el abrigo antes de bajar en la estación, me fijé en una mujer que miraba el paisaje a través de la ventana. Era rubia y menuda y utilizaba gafas para ver. Me gustó su forma atenta de observar.
Justo cuando estaban a punto de abrirse las puertas se dirigió a mí en un inglés poco fluido y preguntó si el Monasterio se encontraba muy lejos de la estación. Me fijé en los cristales llenándose de gotas de lluvia y me ofrecí a llevarla en coche hasta allí. Su cara se iluminó mientras decía que era una suerte haberse encontrado conmigo.
Durante el trayecto me contó que era polaca y profesora de geografía en un High School y aprovechando una oferta de vuelo se había escapado cuatro días a Madrid. Le hubiese gustado quedarse más tiempo pero había demasiada diferencia económica entre España y Polonia. Le dije que el Monasterio cerraba los lunes. Lo sabía pero se marchaba al día siguiente y no podía irse sin ver "esa Maravilla de la Unesco".
Mientras hablábamos la lluvia arreció formando una cortina de agua que impedía la visión a través del cristal del coche. Me daba tanta pena ver el entusiasmo de esa mujer pequeñita y el tiempo que no acompañaba que le propuse ir a un mirador en un monte cercano desde donde podría disfrutar de unas estupendas vistas.
Subimos y, por unos instantes, la lluvia se detuvo y el cielo aclaró y pudo tirar un par de fotos. Se interesó por mi profesión...era consciente de lo duro que era convivir con el dolor y el miedo del ser humano. En su mirada se podía intuir una comprensión tan profunda que le dije que me parecía una mujer con una gran sensibilidad. Sonrió y se sonrojó. Había en ella una mezcla de inocencia y sabiduría que me emocionaba. Veía una niña y, a la vez, una anciana.
Me dí cuenta que no sabía cuál era su nombre. Wiesha me dijo. Me preguntó si tenía hijos. Ella tenía uno de veinticuatro años; lo tuvo muy joven con veintidós. Mientras bajábamos del mirador el agua volvió a caer torrencialmente. Paré el coche junto al Monasterio y nos intercambiamos los correos. Se me encogía el corazón de pensar en dejarla allí con su fino chubasquero negro, esos pantalones vaqueros que no daban la sensación de dar mucho calor y sus botas de caminante...De repente me acordé que llevaba un paraguas en el maletero. Lo saqué y se lo dí. Se quedó tan sorprendida que no sabía cómo darme las gracias. Comenzó a rebuscar en la pequeña bolsa de tela negra que llevaba a modo de mochila y me ofreció el trocito de tela con tacto de terciopelo que utilizaba para limpiar sus gafas.
Mientras me alejaba en el coche miré por el retrovisor y la vi parada bajo el paraguas en medio de la lluvia agitando su mano.
Me siguen ayudando a limpiar mi visión para así poder verme reflejada en la belleza que me rodea.
RSB