jueves, 8 de agosto de 2013

Un Arbol dice...



                                                      La Higuera de higos rojos de nuestro jardín. RSB



 "Erase una vez que yo era un niño (aún me sucede a menudo), que vivía en una ciudad ruidosa, y en cuanto podía sacaba la cabeza para respirar y visitaba los bosques cercanos y buscaba los verdaderos olores, el aroma caliente del tomillo y del espliego; la frescura y el silencio que reinan bajo las amables copas de las hayas.
 En aquella época, una terrible y larga sequía se cernía sobre nuestra tierra; desaparecieron fuentes y manantiales que los viejos nunca antes habían visto secos. La tierra desnuda se contraía y agrietaba y un aliento ardiente quemó durante el verano los colores de las hierbas y de las flores. Muchos árboles perdieron sus hojas antes de tiempo sin que supiéramos hasta la primavera siguiente cuáles habían dejado de vivir y cuáles rebrotarían.
 Los periódicos recogían estos sucesos y publicaban negras noticias, restricciones y oscuras previsiones, planes descabellados de los políticos para construir nuevas presas y absorber el agua de los contornos hacia aquella ciudad. La ciudad a la que me avergonzaba pertenecer.
 Por aquellos días había trabado amistad con un haya impresionante: espléndida, inmensa, que vive en el corazón de la ciudad. Iba a visitarla a menudo por las noches y parecía esperarme allí, dentro del infranqueable césped. Comprendí entonces que los árboles en la ciudad son estatuas de piedra, adornos, monumentos a los que ni siquiera los niños deben trepar. ¡Triste destino el de estos intocables!. Siempre al alcance y nadie puede acariciar su piel rugosa o recostarse apoyando la espalda contra la espalda.
 En la quietud de las horas más oscuras, me acercaba a ella y, sentado a sus pies, miraba largamente sus infinitas ramas, entrelazábamos ideas y sentimientos en un juego que nos hacía crecer y encontraba alivio en su regazo.
 Nuestra haya no parecía sufrir la seca. Quizá debido al cuidado de los jardineros, quizá a sus poderosas raices, seguía llena de fuerza y de vida.
 No sé cómo, de pronto, un día en que estaba más conmovido por la desoladora sequía, pedí lluvia a este árbol. Fue un impulso, una emoción intensa y llena de pureza que expresé mentalmente al haya. En este momento mágico, tenía la absoluta certeza, más allá de toda razón o intuición, de que mi súplica era escuchada y aceptada.
 No recuerdo cuándo fue exactamente, si la misma noche o al día siguiente, que la lluvia caía larga y abundante como una cabellera sobre la tierra reseca, y me sorprendió no sentir sorpresa. Después de aquella, otras dos veces he elevado una voz al árbol para pedir lluvia, y por dos veces ha sido escuchada.

 Pero hace mucho que no me atrevo a pedir nada semejante. Quizá carezco de la fuerza de aquellos días, en los que me envolvía la más pura compasión hacia la tierra marchita. Después he pensado mucho sobre esto y he comprendido que si hubiera existido el más mínimo egoísmo, si mi oración no hubiera partido del corazón, ni una sola gota habría sido derramada. Así pues he descubierto un medio de atraer la lluvia que ni siquiera puedo usar cuando yo quiero y menos por orgullo o dinero.

 Sí, es la magia más maravillosa que nunca habría soñado, pues el poder no reside en mí. Los científicos dirían que es preciso repetir un millar de veces el experimento. Los políticos, los ciudadanos y campesinos pedirían agua para satisfacer sus necesidades...
 Así aprendí que sólo las cosas verdaderas, las más bellas, no pueden venderse, ni cambiarse ni regalarse. A veces ni siquiera ser contadas.
 Lo demás son cuentos de mayores."


                                                                                        La Magia de los Arboles. IGNACIO ABELLA





 Donde quiera que paro, Platero, me parece que paro bajo el pino de la Corona. A donde quiera que llego
-ciudad, amor, gloria- me parece que llego a su plenitud verde y derramada bajo el gran cielo azul de nubes blancas. El es faro rotundo y claro en los mares difíciles de mi sueño, como lo es de los marineros de Moguer en las tormentas de la barra; segura cima de mis días difíciles, en lo alto de su cuesta roja y agria, que toman los mendigos, camino de Sanlúcar.
 ¡Qué fuerte me siento siempre que reposo bajo su recuerdo!. Es lo único que no ha dejado, al crecer yo, de ser grande, lo único que ha sido mayor cada vez. Cuando le cortaron aquella rama que el huracán le tronchó, me pareció que me habían arrancado un miembro; y, a veces, cuando cualquier dolor me coge de improviso, me parece que le duele al pino de la Corona.
 La palabra "magno" le cuadra como al mar, como al cielo y como a mi corazón. A su sombra, mirando las nubes, han descansado razas y razas por siglos, como sobre el agua, bajo el cielo y en la nostalgia de mi corazón. Cuando, en el descuido de mis pensamientos, las imágenes arbitrarias se colocan donde quieren, o en estos instantes en los que hay cosas que se ven cual en una visión segunda y a un lado de lo distinto, el pino de la Corona, transfigurado en no sé qué cuadro de eternidad, se me presenta, más rumoroso y más gigante aún, en la duda, llamándome a descansar a su paz, como el término verdadero y eterno de mi viaje por la vida"


  

                                                                                                   Platero y yo. JUAN RAMÓN JIMENEZ
  



  Son más sabios que nosotros, mientras no les escuchemos. Pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquiere una alegría sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol. No desea ser más que lo que es."


                                                                                                           El viandante. HERMANN HESSE


       
             

                                                                                        

 Llegaba septiembre y todos en casa sabíamos que tocaba ir a por higos.
 El recorrido se hacía largo y caluroso para nuestros infantiles pies pero nuestro corazón bombeaba con alegría. Las cestas de mimbre que colgaban de nuestras manitas se iban llenando poco a poco de moras y pequeños tesoros encontrados en el camino. Por fin, después de transitar por senderos de olivos, vides, zarzas y cantueso, divisábamos a lo lejos el espectáculo. Veinte higueras de más de cien años repletas de higos.

 Cuando le leía a mi hija el cuento de El Gigante Egoísta de Oscar Wilde, no podía evitar recordar la imagen de aquellos años de un montón de niños enganchados a pacientes y rebosantes higueras...y el aroma...que aún hoy...me acompaña.




 RSB