"En una época pasada que desapareció para siempre y que muy pronto regresará (...) las palabras se congelaban en el aire y las frases se tenían que romper en los labios del que hablaba y fundir a la vera del fuego para que la gente pudiese comprender lo que se había dicho. La gente vivía en el blanco y espeso cabello de la anciana Annuluk, la vieja abuela, la vieja bruja que es la mismísima Tierra. Fue precisamente en esta tierra donde una vez vivió un hombre, un hombre tan solitario que, con el paso de los años, las lágrimas habían labrado unos profundos surcos en sus mejillas.
Un día estuvo cazando hasta después de anochecido pero no encontró nada. Cuando la luna apareció en el cielo y los témpanos de hielo brillaron, llegó a una gran roca moteada que sobresalía en el mar y su aguda mirada creyó ver en la parte superior de la roca un movimiento extremadamente delicado. Se acercó remando muy despacio a ella y observó que en lo alto de la impresionante roca danzaban unas mujeres tan desnudas como sus madres las trajeron al mundo. Pues bien, puesto que era un hombre solitario y no tenía amigos humanos más que en su recuerdo, se quedó a mirar. Las mujeres parecían seres hechos de leche de luna, en su piel brillaban unos puntitos plateados como los que tiene el salmón en primavera y sus manos y sus pies eran alargados y hermosos.
Eran tan bellas que el hombre permaneció embobado en su embarcación acariciada por el agua que lo iba acercando cada vez más a la roca. Oía las risas de las soberbias mujeres, o eso le parecía; ¿o acaso era el agua la que se reía alrededor de la roca?. El hombre estaba confuso y aturdido, pero aun así, la soledad que pesaba sobre su pecho como un pellejo mojado se disipó y, casi sin pensar, como si eso fuera lo que tuviera que hacer, el hombre saltó a la roca y robó una de las pieles de foca que allí había.
Se ocultó detrás de una formación rocosa y escondió la piel de foca en su qutuguq, su parka.
Muy pronto una de las mujeres llamó con una voz que era casi lo más bello que el hombre jamás en su vida había escuchado, como los gritos de las ballenas al amanecer, no, quizá como los lobeznos recién nacidos que bajan rodando por la pendiente en primavera o...no, era algo mucho mejor que todo eso, aunque, en realidad, daba igual...¿qué estaban haciendo ahora las mujeres?.
Pues ni más ni menos que cubrirse con sus pieles de foca y deslizarse una a una hacia el mar entre alegres gritos de felicidad. Todas menos una. La más alta de ellas buscaba por todas partes su piel de foca, pero no había manera de encontrarla. El hombre se armó de valor sin saber por qué. Salió de detrás de la roca y llamó a la mujer.
- Mujer...sé...mi...esposa. Soy...un hombre...solitario.
- No puedo ser tu mujer- le contestó ella-, yo soy de las otras, de las que viven temeqvanek, debajo.
- Sé...mi...esposa- insistió el hombre-. Dentro de siete veranos te devolveré tu piel de foca y podrás irte o quedarte, como tú prefieras.
La joven foca le miró largo rato a la cara con unos ojos que, de no haber sido por sus verdaderos orígenes, hubieran podido parecer humanos, y le contestó:
- Iré contigo. Pasados los siete veranos, tomaré una decisión.
Así pues, a su debido tiempo tuvieron un hijo al que llamaron Ooruk. El niño era ágil y gordo. En invierno su madre le contaba cuentos acerca de las criaturas que vivían bajo el mar mientras su padre cortaba en pedazos un oso o un lobo con su largo cuchillo. Cuando la madre le llevaba a la cama le mostraba las nubes del cielo y todas sus formas (...).
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, la carne de la madre empezó a secarse. Primero se le formaron escamas y después grietas. La piel de los párpados empezó a desprenderse. Los cabellos comenzaron a caer. Se volvió naluaq, de un blanco palidísimo. Su gordura empezó a marchitarse. Trató de disimular su cojera. Cada día, y sin que ella lo quisiera, sus ojos se iban apagando. Empezó a extender la mano para buscar a tientas el camino, pues se le estaba nublando la vista."
Cuento "Piel de foca, piel del alma" del libro Mujeres que Corren con Lobos de CLARISSA PINKOLA ESTES.