lunes, 18 de noviembre de 2013

Historias de Hospital






 Balduino IV (Jerusalén, 1161- ibídem, 1185), llamado El Leproso, fue rey de Jerusalén desde el 15 de Julio de 1174 hasta su muerte. Descendiente de la Casa de Château-Landon fue educado por el historiador Guillermo de Tiro. Pasó su niñez y juventud en la corte de su padre, Amalarico I, con poco contacto con su madre, Inés de Courtenay (a la que su padre se vio obligado a repudiar). Guillermo, quien luego sería arzobispo de Tiro y canciller del reino, descubrió que el niño padecía lepra al no manifestar dolor en heridas causadas en juegos infantiles.

 Los años y la enfermedad hicieron estragos en su condición física, apenas con veinte años el rey presentaba graves secuelas físicas: su cara estaba desfigurada, se encontraba practicamente ciego y con las manos y piernas mutiladas. Ocultaba su terrible estado físico con una máscara de plata. Murió en 1185, poco después de su madre Inés. Aunque había sufrido toda su vida los efectos de la lepra, pudo mantenerse en el trono mucho más de lo previsto. Tenía 24 años. Por todo lo que hizo en esos pocos años, a pesar de su tormentosa enfermedad, llena de admiración y respeto a quienes conocen su historia. No solo los francos se inclinaron ante su memoria, sino también sus enemigos, los árabes. El Imad de Isapahán escribió: "ese joven leproso hizo respetar su autoridad al modo de los grandes príncipes como David o Salomón". Su estoica y dolorosa figura, tal vez la más noble de las Cruzadas, ha sido víctima de un injusto olvido histórico.



                                                                                                                                       WIKIPEDIA






 Siempre tratábamos de citarle a primera hora para que pudiese permanecer solo en la sala. El cáncer que tenía en la boca despedía un olor tan nauseabundo que era imposible evitar que el resto de los presentes hiciese algún comentario o esbozase un gesto de desagrado. Se sentaba silencioso, le admistrábamos la quimioterapia y se despedía, todo casi, sin levantar la mirada. Una gasa le ocultaba la mitad de la cara.
 Un día me preguntó si podía curarle la herida. Al desprender la gasa de su rostro quedaron a la vista gusanos moviéndose sobre carne podrida. Un olor fétido se introdujo en mi garganta despertando la náusea en el estómago. Apuntalé la sonrisa a mi cara sabiendo que en ese instante era más importante que cualquier quimioterapia. La conversación continuó por derroteros cotidianos y al despedirnos, besé su mejilla sana. 
 No volvimos a coincidir hasta que tiempo después nos encontramos en un pasillo de hospital. Su rostro continuaba deformado pero no quedaba ya rastro de la herida abierta. Su mirada se iluminó al verme y sin mediar palabra me abrazó. Trató de decirme algo pero las frases le salían entrecortadas. Nos despedimos los dos con los ojos inundados en lágrimas.


 La dignidad de un ser humano no se encuentra en el cuerpo ni en la vestimenta ni en las pertenencias ni en los títulos académicos ni en la posición económica o el reconocimiento social ni en las conquistas ni en la fama ni en las palabras. La dignidad de un ser humano se encuentra en su mirada. 




 RSB